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 El autoestopista, el zorro y la rueda 

Dos de la madrugada, la cena ha acabado.

Vuelvo solo a casa por la carretera vieja, por donde nunca paso.

De camino, me encuentro con alguien que me hace señas en medio de la calzada.

Un autoestopista. Me asusto, aunque detengo el coche para recogerlo.

¿Porqué siempre pienso en lo peor?

“Soy del núcleo antiguo, amigo”- me dice. “He venido a ver a mi novia y al final me he liado. Una cosa lleva a la otra y uno que no para de beber se lía.”

“Por eso no cojo la moto. No vaya a ser que me paren… Oye, entonces ¿pasas por el núcleo? Empiezo a trabajar en media hora y tengo que llegar a casa para recoger lo necesario.”

“Trabajo como agente de seguridad nocturno en una fábrica papelera…

Gracias tío. Aquí nunca para nadie.

Me salvas la vida.”

Dejo al colega en su destino y continuo.

 

Llegando a casa, del bosque aparece algo parecido a un ‘perrogato’.

 

Es un zorro. Aminoro.

El animal salta a la carretera. Parece ir desorientado.

Da unas cuantas vueltas delante de mí.

Con el coche parado con el motor en marcha, observo.

Es precioso.

Tiene una cola ancha y rizada, con el morro largo y las orejas de punta.

Estamos un largo rato mirándonos.

Al cabo de poco arranco y llego al camino de tierra que lleva a mi hostal, a escasos dos minutos de aquí.

Pienso que la noche ha sido muy corta, que quizás podría haberme quedado un rato más tomando una copa con todos.

Sin embargo, días después me diré que aquella noche fue como pisar el edén.

También recordaré aquella nota que, durante la cena,

ha estado circulando por toda la mesa hasta llegar a mí.

        Hoy hemos celebrado el final del primer trimestre.

Estamos estudiando el ciclo superior de jardinería.

Siempre me han gustado las plantas, ellas hablan por sí solas y yo,

de vez en cuando, les hablo a ellas.

Me gusta creer que hay vida en cada uno de sus tallos.

Una pulsión que emerge desde lo más profundo y que escala directo hacia el cielo.

Yo, que soy de barro, intento contagiarme de su verde.

Me llamo León y mi vida gira en torno a tomar la determinación de crecer de manera armónica como ellas, como las plantas, pero con el humor que quizás no tengan.

En cuanto a la cena, la nota decía algo así como:

"Espero que esta noche alcances tu objetivo”.

El autoestopista ya debe estar fichando.

El zorro, de incursión tardía.

Yo me imagino estar con ella, charlando.

Ella me hace sentir que estoy vivo, sobretodo cuando estamos a solas.

En grupo me cohíbo.

Ya estacionado, miro repetidas veces el móvil.

Decido escribir en el bloc de notas su nombre,

como título del cuento de una vida que me hace estar enamorado. 

En eso, el aparato suena.

Es ella.

Estoy desconcertado.

Fantaseo que, para ella, la noche también ha sido corta y me llama para que nos veamos

a estas altas horas de la noche.

Descuelgo.

“¿Hola?”

Me pregunta si estoy cerca.

Yo, por si acaso, le contesto que justo salía, que no ando lejos.

 

Me explica que ha tenido una avería con la furgoneta y que ha estado llamando a todos sus compañeros de piso, pero que nadie le coge el teléfono.

No dudo en prestarle ayuda.

"¿Estás bien?

Enseguida vengo, ya he dado media vuelta”.

Me cuenta que la rueda ha salido disparada mientras conducía.

No ha ido a mayores, pero está en mitad de la carretera,

en una recta entre curvas.

Además, ha probado a llamar a la grúa, sin suerte.

 

Cuelgo.

Pienso en el accidente de la rueda y lo relaciono con una manía que he tenido estos días,

una pequeña fobia que me ha estado atormentando mientras conducía.

En diversas ocasiones he vislumbrado a mi rueda trasera rodar cuesta abajo.

 

“¿Cuál de tus cuatro ruedas se ha soltado?”

- me ha faltado preguntarle. “¿Seguro que estás bien?”

 

 

Estoy a punto de volver al asfalto.

Antes de partir, leo en la pantalla el relato que ha quedado a medias:

“Ariadna…

No puede ser escrito, en todo caso tiene que suceder.

Me gustas demasiado para inventar esta historia.”

📷 from Creative Commons CC

📝 by Cesar Rampe

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